jueves, 10 de noviembre de 2016

En el umbral. Entre penumbras.

Navego sin rumbo en un mar oculto junto la bordillo de las aceras. Giro mi cabeza hacía la tierra donde nací y me veo como un extraño en ese paraíso.

En el mundo que habito llueve hacía arriba y los cuervos cantan dulcemente viejos poemas. Las cebollas no hacen llorar y los perros no paran de maullar. La Luna amanece cada noche y las penas mueren ahogadas en aguas de risas tras un brindis con un vino tan dulce como amargo, tan blanco como negro, tan joven y tan viejo.

Los usureros esconden el dinero bajo el sombrero y los niños levantan los brazos para tocar el cielo sin levantar los pies del suelo. El Sol se oculta por el Este. El viento más frío sopla de Sur a Norte. Las murallas están hechas con puertas abiertas. El orgullo alimenta a los zafios hasta que explotan en artificios de vanidad.

No ver más allá de las luces de la ciudad; farolas convertidas en estrellas y la niebla en nebulosas y galaxias. Un tabla de madera en la que ensuciar con negro sobre blanco; tomando al asalto el papel con frases inconexas. Se lavan de sangre y de rubor los adoquines con un tarde de lluvia de una primavera teñida de gris, amarillos, naranjas y ocres. 

Se han marchitado las hojas en las que escribía poemas. No necesito dormir si "La Vida es Sueño" como en el monólogo de Segismundo (1). La soledad, esa compañera a la que no le gusta viajar, se quedará esperando en la puerta cada día cuando salga con mi pañuelo al cuello, con mi bastón de caballero y mi sombrero negro.













(1) Pedro Calderón de la Barca. "La vida es Sueño" (1635).

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